domingo, 5 de mayo de 2013

Andrea


A ti, que naciste con la medida exacta
de todas las esperanzas

Absortos. Pérdidos en el trance de un espiral al que dábamos cuerda para reiniciar ese baile con final desconocido; así estábamos sentados sobre la simetría del suelo en que nuestras pisadas se distraen cada mañana donde tenemos la bendición de coincidir. Entonces, nos observamos y sonríes. Entro por la ventana resguardada por tus pequeñas cercas  blancas. En ese huequito donde haces que quepa la felicidad, ahí me escabullo para conocer que todo lo que antes fue infinito, en realidad sólo era un fragmento, una porción diminuta comparada con la inmensidad de tus carrizos frágiles que ya corren, que ya saltan entre nubes enredadas en tu cabello desastroso. 

De pronto, como la lluvia que te sorprende cuando cae, exclamas que tienes hambre. Que en tu estómago un vacío te invade y exiges que sea replegado aunque tus batallones sean delicados. A pesar de eso los despliegas en una lucha furiosa contra las lagunas de tus aún breves intestinos. Breves como las horas en que extrañas la calidez enamorada en que tus padres se conocieron alguna vez; breves como la caída de tus lágrimas emancipadas contra esas cosas que todavía eres incapaz de entender. Tan breves como las palabras con que juegas cuando lees lentamente. 

Hay días en que dudas. Dudas del peligro de un cristal roto o del rompimiento de las burbujas que inventas con tu aliento. Pero cuando quiero asisitir a la calzada de tus preguntas, ya estás concentrada en el vuelo de un papalote que se desprende de tus hilos dorados; es justo cuando me doy cuenta de que te sobra todo lo que a mí me hace falta. Cuando tú sí llegas a tiempo para enseñarme lo que yo no puedo, cuando cantas sin las reservas que me encierran, ahí, en esos minutos conservados en un frasquito de ilusiones, cuando me llamas y tomas mi mano es que caigo en la realidad de que somos, átomo con átomo, mucho más que tú y yo. Que eres la senda que se camina entre los jardínes escondidos del mundo. Que, a tus seis años, Andrea, eres la respuesta más indicada cuando la noche cae y el amanecer ya ansía levantarse sólo para escucharte decir "buenos días, tío".

viernes, 3 de mayo de 2013

Encierro


"No hay paraíso hasta que se ha perdido".

Marcel Proust

Caminando sobre la calle que da al sur, observo. Un comienzo se escribe bajo el cielo que nos acompaña; las aves, con sus alas pesadas, con su batir de pinceles emplumados, graznan que cada paso es una hora menos en la tertulia donde tus padres y los míos se conocieron. El aire sopesa mis latidos; me detiene. Una nube, delicada, se rompe y llueve sobre el lomo erizado de un gato callejero.

Una luz violeta dicta el fin de la tarde donde no volveremos a coincidir. Pero miro a tu ventana con las ganas de quien mira el resultado final de una prueba de un ciclo que acaba. Un hálito se escapa por el cristal . Suspiro; bajo la mirada y me doy cuenta de que hace mucho he sucumbido ante el ruido insoportable de las hojas reclamando ser escritas. 

Ya he vuelto. Estoy abrazado de un silencio que amenaza con la convulsión de un momento a otro. Éste, el encierro del que soy víctima, te destruye. No te quiere. Soy suyo hasta que el tiempo diga: "todavía". Corre lejos, mientras tanto, corre hasta que las piernas no sean suficientes y entonces las alas de esta mañana sean el pretexto de una muerte. De nuestra muerte. Mira, nos está observando.

viernes, 26 de abril de 2013

Danza


El aire, el agua, los listones sueltos que se aferran a tu cabello, la pausa involuntaria de tus tobillos cuando te alzas para acercarte un poco al cielo; el campo de flores que atestigua un paso a la izquierda, luego otro hacia atrás. Un-dos-tres, un-dos-tres, un-dos-tres. La luz subversiva que corre dentro del ojo hasta disolverse mientras te abres como ciruela: tierna e incontenible en la revolución del dulce goteando bajo los dedos. 

Una danza distraída que trepa murallas sangrientas, un grito ensordecedor a la altura de 1965 en Indonesia. La muerte, resignada a la buena voluntad de tu ritmo, te ronda hasta encerrarte en el espiral que nunca se acaba y que comienza con la fuga de tu aliento; vaho encantado que se promulga todos los días en la misma alameda de tu risas tormentosas que me siguen y despiertan en la madrugada. 

Un-dos-tres, un-dos-tres, un-dos-tres, el silencio de los brazos por donde el polvo se cuela, la sacudida de la inundación que eres al cantar; así te desnudas, con el olor del café recién cortado, con la falda de nubes que tejiste con trozos hurtados en cada salto. El aire, el agua, los pómulos esperándome. Tu sombra destrozada.